Cuando uno lee acerca de, escucha sobre o se propone conocer un pueblo, una pequeña aldea, un lugar más o menos recóndito, es inevitable que se le vengan a la cabeza ciertas imágenes pre-establecidas, recuerdos difusos o precisos de la niñez, aromas inconfundibles vinculados a los usos y oficios de antaño, conversaciones a la luz de la lumbre o en el bar, que muchas veces actúa como centro social intergeneracional.

Lo cierto es que a estos pequeños lugares también ha llegado la modernidad; el uso de internet y las nuevas tecnologías se ha extendido, sobre todo en la población más joven, de manera que la población local ya no está tan desconectada del resto del mundo como en épocas anteriores. Todo ello influye fuertemente en los hábitos y costumbres de sus habitantes, que han evolucionado, aunque se mantienen por fortuna ciertos signos de identidad, como el ver jugar a los niños por las calles  con total libertad, los paseos de los mayores por las calles y por las afueras buscando el aire fresco, las conversaciones nocturnas de los vecinos y amigos de una misma calle en las noches calurosas del verano , las partidas de cartas en el bar del pueblo o en la mesa camilla, o ciertas tareas y tradiciones compartidas entre vecinos, como el encalar las calles de las casas o ciertos lugares comunes, en las  que los vecinos se afanan en dejar las fachadas lustrosas, el partir almendras y aliñar aceitunas de mesa tras la cosecha,  o la matanza del cerdo llegados los primeros fríos del invierno, amén de ciertos festejos o costumbres de raigambre popular, como las candelarias, todos ellos expresión de una grata convivencia que aún se mantiene.

Ahora que se habla tanto del slow life, del slow tourism, del “slow” en general, habría que decir que el concepto ya existía y existe en muchos de nuestros pequeños pueblos y aldeas, y que no tiene mucho sentido viajar hacia estos lugares, si uno no se deja permear por ese sentido ancestral de la vida, si uno se limita a estar simplemente de paso, sin pararse a observar y a conversar con los vecinos, con los aldeanos. Solo así se puede llegar a  comprender por qué merece la pena conservar la fisonomía de los cascos y barrios antiguos, y que es a lo que debemos de aspirar cuando hablamos de conseguir una cierta “calidad” de vida.

 

Nuestra propuesta va en esa dirección, la de aprovechar el privilegiado enclave de nuestros alojamientos, y no dejar pasar la oportunidad de conocer más de

cerca el  pasado, presente y futuro de las gentes del lugar y compartir gratas experiencias con ellos.